El primer filósofo que utilizó la idea del amor con un sentido metafísico fue Empédocles, quien consideraba el amor y la lucha como principios opuestos de unión y separación de los elementos del universo.
Pero fue con Platón que el amor tuvo un significado tan central y
complejo que lo llevó a describir, clasificar y referirse a él en todas sus
obras.
En “El Sofista” lo considera un modo de caza y en “Fedro” una
locura, un poderoso dios.
En “Leyes”, Platón dice que puede haber tres clases de amor: el
del cuerpo, el del alma y la mezcla de ambos; y que en general el amor puede
ser legítimo o bueno e ilegítimo o malo.
El amor malo no es el del cuerpo sino el que se siente cuando no
importa el alma ni la luz que producen las ideas en el cuerpo.
El cuerpo debe amar con el alma. El amante puede ver en el cuerpo
el reflejo del alma de su amado, valores que no pueden ver los que no aman.
El amor para Platón siempre es amor a algo y es un fluctuar entre
el tener y el no tener.
El amante aspira hacia lo amado y el acto de amor engendra en la
belleza.
El amor a las cosas o a las personas singulares es un reflejo del
amor a la belleza absoluta, o sea a la idea en sí de lo bello (Banquete)
El amor verdadero y puro permite que el alma pueda contemplar lo
ideal y eterno.
Plotino nos dice que el amor es del alma a la inteligencia y hace
que la realidad perciba su fuente (Enéadas).
En el Cristianismo el amor adquiere singular importancia. San
Clemente, por ejemplo, de la Escuela de Alejandría, al igual que otros
pensadores de esa época, parece haber reducido lo divino, todo ser y la
perfección al amor.
San Agustín considera como un amor personal (divino y humano) a la
caridad, que siempre es buena, en cambio el amor puede ser bueno o malo, salvo
el amor a Dios que siempre es un bien.
El amor al prójimo es bueno cuando es por amor a Dios y malo
cuando es una tendencia solamente humana.
Para Sigmund Freud, el amor es el instinto de vida(eros), las
pulsiones de conservación y sexuales que se oponen al instinto de muerte
(tánatos), pulsiones de destrucción, la tendencia a regresar al estado
inorgánico e inanimado.
Freud descubrió en el mito de Narciso, que fue condenado a
enamorarse de su propia imagen reflejada en las aguas de un estanque, por haber
rechazado el amor de Eco; la formulación clásica del amor y el culto a sí
mismo, el placer de la propia interioridad que hace que una persona se encierre
en el egocentrismo y en la indiferencia hacia los demás y de lo cual es
necesario salir para poder tener una vida plena.
Para Sartre, la emoción es una manera de ser de la conciencia, una
función irrealizante, irracional, que forma parte de lo mágico.
El otro, con su mirada, nos define, nos cosifica, nos quita la
libertad; y el entendimiento humano es imposible.
Bertrand Russell piensa que la verdadera felicidad solo se
consigue saliendo de uno mismo, abandonando el ego y solidarizándose con los
demás; teniendo intereses que sean lo más amplios posibles y relaciones basadas
en la amistad y no en la hostilidad.
Sólo cuando se sale de sí mismo y la preocupación se centra en los
otros es cuando se comienza a entender que es posible perpetuarse a través de
las influencias y las obras realizadas, el amor hacia los hijos, la ayuda a los
amigos, las obras de arte, las acciones solidarias y todo lo que se realiza por
amor a los demás.
Para Ortega y Gasset el amor hacia alguien en particular nace de
lo más profundo de la personalidad anímica, es la preferencia más íntima y
arcana que forma parte del carácter individual.
La belleza que atrae es raro que coincida con la belleza que
enamora, porque no suele transformarse en interés verdadero y amoroso
entusiasmo; se la puede admirar pero no se la ama.
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