Esta obra, publicada en 1887, está escrita a modo de ensayo, apartándose con ello Nietzsche del estilo aforístico que caracteriza la mayoría de sus escritos. Fue concebido como uno de los trabajos preparatorios para la transmutación de todos los valores. Está divida en tres partes: la primera se ocupa de la distinción entre "bueno" y "malo"; la segunda analiza la génesis de la "mala conciencia" y conceptos similares; la tercera critica los ideales ascéticos y anuncia el ideal del superhombre. En el fragmento que presentamos a continuación, correspondiente a la segunda parte, nos explica la génesis de la "mala conciencia".
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Pero ¿cómo vino al mundo esa otra
"cosa sombría", la consciencia de la culpa, toda la "mala
conciencia"? -Y con esto volvemos a nuestros genealogistas de la moral.
Dicho una vez más -¿o es que todavía no lo he dicho?-: éstos no sirven para
nada. Una experiencia propia, meramente "moderna", de cinco palmos de
larga; ningún conocimiento, ninguna voluntad de conocer el pasado; y menos aún
un instinto histórico, una "segunda visión", necesaria justamente
aquí -y, sin embargo, hacer historia de la moral: es obvio que esto tiene que
abocar a resultados cuya relación con la verdad es algo más que frágil. Esos
genealogistas de la moral habidos hasta ahora, ¿se han imaginado, aunque sólo
sea de lejos, que, por ejemplo, el capital concepto moral "culpa" (Schuld)
procede del muy material concepto "tener deudas" (Schulden) ? ¿O que
la pena en cuanto compensación se ha desarrollado completamente al margen de
todo presupuesto acerca de la libertad o falta de libertad de la voluntad? -y
esto hasta el punto de que, más bien, se necesita siempre un alto grado de
humanización para que el animal "hombre" comience a hacer aquellas
distinciones, mucho más primitivas, de "intencionado",
"negligente", "casual", "imputable", y, sus contrarios,
y a tenerlos en cuenta al fijar la pena. Ese pensamiento ahora tan corriente y
aparentemente tan natural, tan inevitable, que se ha tenido que adelantar para
explicar cómo llegó a aparecer en la tierra el sentimiento de la justicia,
"el reo merece la pena porque habría podido actuar de otro modo", es
de hecho una forma alcanzada muy tardíamente, más aún, una forma refinada del
juzgar y razonar humanos; quien la sitúa en los comienzos, yerra toscamente
sobre la psicología de la humanidad más antigua. Durante el más largo tiempo de
la historia humana se impusieron penas no porque al malhechor se le hiciese
responsable de su acción, es decir, no bajo el presupuesto de que sólo al
culpable se le deban imponer penas: -sino, más bien, a la manera como todavía
ahora los padres castigan a sus hijos, por cólera de un perjuicio sufrido, la
cual se desfoga sobre el causante, -pero esa cólera es mantenida dentro de unos
límites y modificada por la idea de que todo perjuicio tiene en alguna parte su
equivalente y puede ser realmente compensado, aunque sea con un dolor del
causante del perjuicio. ¿De dónde ha sacado su fuerza esta idea antiquísima,
profundamente arraigada y tal vez ya imposible de extirpar, la idea de una
equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo ya lo he adivinado: de la relación
contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia de
"sujetos de derechos" y que, por su parte, remite a las formas
básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico.
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Como puede ya esperarse tras lo
anteriormente señalado, el representarse esas relaciones contractuales
despierta, en todo caso, múltiples sospechas y oposiciones contra la humanidad
más antigua, que creó o permitió tales relaciones. Cabalmente es en éstas donde
se hacen promesas; cabalmente es en éstas donde se trata de hacer una memoria a
quien hace promesas; cabalmente será en ellas, es lícito sospecharlo con
malicia, donde habrá un yacimiento de lo duro, de lo cruel, de lo penoso. El
deudor, para infundir confianza en su promesa de restitución, para dar una
garantía de la seriedad y la santidad de su promesa, para imponer dentro de sí
a su conciencia la restitución como un deber, como una obligación, empeña al
acreedor, en virtud de un contrato, y para el caso de que no pague, otra cosa
que todavía "posee", otra cosa sobre la que todavía tiene poder, por
ejemplo su cuerpo, o su mujer, o su libertad, o también su vida (o, bajo
determinados presupuestos religiosos, incluso su bienaventuranza, la salvación
de su alma, y, en última instancia, hasta la paz en el sepulcro; así ocurría en
Egipto, donde ni siquiera en el sepulcro encontraba el cadáver del deudor
reposo ante el acreedor, -de todos modos, precisamente entre los egipcios ese
reposo tenía también cierta importancia). Pero muy principalmente el acreedor
podía irrogar al cuerpo del deudor todo tipo de afrentas y de torturas, por
ejemplo cortar de él tanto como pareciese adecuado a la magnitud de la deuda:
-y basándose en este punto de vista, muy pronto y en todas partes hubo
tasaciones precisas, que en parte se extendían horriblemente hasta los detalles
más nimios, tasaciones, legalmente establecidas, de cada uno de los miembros y
partes del cuerpo. Yo considero ya como un progreso, como prueba de una concepción
jurídica más libre, más amplia en sus cálculos, más romana, el que la
legislación romana de las Doce Tablas estableciese que resultaba indiferente el
que los acreedores cortasen un poco más o un poco menos en tales casos, si plus
minusve secuerunt, ne fraude esto [corten más o menos, no sea fraude].
Aclarémonos la lógica de toda esta forma de compensación: es bastante extraña.
La equivalencia viene dada por el hecho de que, en lugar de una ventaja
directamente equilibrada con el perjuicio (es decir, en lugar de una
compensación en dinero, tierra, posesiones de alguna especie), al acreedor se
le concede, como restitución y compensación, una especie de sentimiento de
bienestar, -el sentimiento de bienestar del hombre a quien le es lícito
descargar su poder, sin ningún escrúpulo, sobre un impotente, la voluptuosidad
de "faire le mal pour le plaisir de le faire" [de hacer el mal por el
placer de hacerlo], el goce causado por la violentación: goce que es estimado
tanto más cuanto más hondo y bajo es el nivel en que el acreedor se encuentra
en el orden de la sociedad, y que fácilmente puede presentársele como un
sabrosísimo bocado, más aún, como gusto anticipado de un rango más alto. Por
medio de la "pena" infligida al deudor, el acreedor participa de un
derecho de señores: por fin llega también él una vez a experimentar el
exaltador sentimiento de serle lícito despreciar y maltratar a un ser como a un
"inferior" -o, al menos, en el caso de que la auténtica potestad
punitiva, la aplicación de la pena, haya pasado ya a la "autoridad",
el verlo despreciado y maltratado. La compensación consiste, pues, en una
remisión y en un derecho a la crueldad.
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En esta esfera, es decir, en el
derecho de las obligaciones es donde tiene su hogar nativo el mundo de los
conceptos morales "culpa" (Schuld), "conciencia",
"deber", "santidad del deber", -su comienzo, al igual que
el comienzo de todas las cosas grandes en la tierra, ha estado salpicado
profunda y largamente con sangre. ¿Y no sería lícito añadir que, en el fondo,
aquel mundo no ha vuelto a perder nunca del todo un cierto olor a sangre y a
tortura? (ni siquiera en el viejo Kant: el imperativo categórico huele a
crueldad... ) Ha sido también aquí donde por vez primera se forjó aquel
siniestro y tal vez ya indisociable engranaje de las ideas "culpa y
sufrimiento". Preguntemos una vez más: ¿en qué medida puede ser el
sufrimiento una compensación de "deudas"? En la medida en que
hacer-sufrir produce bienestar en sumo grado, en la medida en que el
perjudicado cambiaba el daño, así como el desplacer que éste le producía, por
un extraordinario contra-goce: el hacer-sufrir, -una auténtica fiesta, algo
que, como hemos dicho, era tanto más estimado cuanto más contradecía al rango y
a la posición social del acreedor. Esto lo hemos dicho como una suposición:
pues, prescindiendo de que resulta penoso, es difícil llegar a ver el fondo de
tales cosas subterráneas; y quien aquí introduce toscamente el concepto de
"venganza", más que facilitarse la visión, se la ha ocultado y
oscurecido (-la venganza misma, en efecto, remite cabalmente al mismo problema:
"¿cómo puede ser una satisfacción el hacer sufrir?"). Repugna, me
parece, a la delicadeza y más aún a la tartufería de los mansos animales
domésticos (quiero decir, de los hombres modernos, quiero decir, de nosotros)
el representarse con toda energía que la crueldad constituye en alto grado la
gran alegría festiva de la humanidad más antigua, e incluso se halla añadida
como ingrediente a casi todas sus alegrías; el imaginarse que por otro lado su
imperiosa necesidad de crueldad se presenta como algo muy ingenuo, muy
inocente, y que aquella humanidad establece por principio que precisamente la
"maldad desinteresada" (o, para decirlo con Spinoza, la sympathia
malevolens [simpatía malévola]) es una propiedad normal del hombre-: ¡y, por
tanto, algo a lo que la conciencia dice sí de todo corazón! Un ojo más
penetrante podría acaso percibir, aun ahora, bastantes cosas de esa antiquísima
y hondísima alegría festiva del hombre; en Más allá del bien y del mal, págs.
117 y ss. (aforismo 197 y ss.), y ya antes en Aurora, págs. 17, 68, 102
(aforismos 18, 77 y 113), yo he apuntado, con dedo cauteloso, hacia la
espiritualización y "divinización" siempre crecientes de la crueldad,
que atraviesan la historia entera de la cultura superior (y tomadas en un
importante sentido incluso la constituyen). En todo caso, no hace aún tanto
tiempo que no se sabía imaginar bodas principescas ni fiestas populares de gran
estilo en que no hubiese ejecuciones, suplicios, o, por ejemplo, un auto de fe,
y tampoco una casa noble en que no hubiese seres sobre los que poder descargar
sin escrúpulos la propia maldad y las chanzas crueles (-recuérdese, por
ejemplo, a Don Quijote en la corte de la duquesa: hoy leemos el Don Quijote
entero con un amargo sabor en la boca, casi con una tortura, pero a su autor y
a los contemporáneos del mismo les pareceríamos con ello muy extraños, muy
oscuros, -con la mejor conciencia ellos lo leían como el más divertido de los
libros y se reían con él casi hasta morir). Ver sufrir produce bienestar; hacer
sufrir, más bienestar todavía -ésta es una tesis dura, pero es un axioma
antiguo, poderoso, humano-demasiado humano, que, por lo demás, acaso
suscribirían ya los monos; pues se cuenta que, en la invención de extrañas
crueldades, anuncian ya en gran medida al hombre y, por así decirlo, lo
"preludian". Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más
antigua, la más larga historia del hombre - ¡y también en la pena hay muchos
elementos festivos!-
F. W. Nietzsche, "La genealogía
de la moral", Alianza Editorial, Madrid, 1972 (Según la versión de Andrés
Sánchez Pascual)